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Nostalgia

Nostalgia

Por: Sylvia

Tal vez no sean todas, pero mi casa funciona de una forma demasiado extraña. Cada cuarto tiene un nombre, hasta los que llevan vacíos por años. Hay una pequeña terraza, en donde extendemos la ropa. Mi papá la mandó a techar, hace como 12 años, para que nuestro perrito viviera ahí, Firulais no pisa esta casa desde hace ocho años, está muerto desde hace cinco y hemos tenido tres perros después de él. Lo estripó un carro, él no lo escuchó por la edad, era demasiado viejito y pequeño para huir de las llantas del vecino, el mismo vecino que lo escondió en su casa hasta que el animalejo olvidara que debía volver a su hogar. En fin, ese espacio sigue siendo la terraza del Firu. No la casa de los otros perros, el lugar donde se extiende la ropa o simplemente la terraza del segundo piso. No. Ese lugar le pertenece a un animal que ya no existe, y siempre será de él.

Mi hermano mayor nunca vivió con nosotros, técnicamente es medio hermano, solo es hijo de mi papá, pero mi mamá lo quiere como si fuera suyo. Venía de vacaciones cuando pequeño, siempre lloraba al llegar y al irse. Al crecer dejó de venir, los adultos pensaban que prefería estar con su novia o sus amigos, que ya no importaba mucho volver a casa, que eso pasaba al crecer. Mi papá le guarda un cuarto. Tiene un televisor gigantesco, y hace pocos años le compró un nuevo colchón y almohadas especiales. Él no lo admite, dice que lo compró para las visitas, pero lo compró para mi hermano. Probablemente pensaba que, si él veía una cama nueva y cómoda, tendría más ganas de volver a casa de vez en cuando, pero no lo hará. Ya es grande, tiene su vida, esas cosas son normales, creo. Igualmente, ese es su cuarto es suyo, de nadie más. Aunque en él duerma cada persona que pasa por la casa, ese siempre será el cuarto de mi hermano. Hace unos días mi papá lo pintó, compró nuevas mesitas de noche, y desocupó unos cajones. No vaya y sea el coco que él decida venir y no tenga donde poner su ropa.

Cuando me fui de casa nunca pensé en volver. Tenía 16 años, y un afán tremendo por largarme lo antes posible. No es que no quisiera estar con mis papás, pero nunca tuve mucha libertad. Irme a otra ciudad, a una universidad donde nadie sabía quien era, donde podía ser yo misma finalmente y ellos no podrían

controlarme, era algo que sonaba fantástico. Igualmente, muchas no cambiaron, yo s eguía sigo siendo yo, a pesar de todo, la timidez, el silencio, la vergüenza se han adherido a mi de forma irremediable. Durante los tres años que llevo en la universidad sigo llamando tres veces al día a casa, a ver como van las cosas, si almorzaron juntos o separados, si la perra comió bien y no ha tenido diarrea, si han hablado con mi abuelita o mis tías, si las ratas de la azotea siguen causando problemas en la madrugada, o simplemente para reportar que sigo viva. Continúe viniendo cada ocho, quince o veinte días, salía de clase a las tres de la tarde, atravesaba la ciudad en un Transmilenio y cogía una flota intermunicipal que me dejaba a unas cuatro cuadras de distancia. Llegaba los viernes en la noche y me iba los lunes a la madrugada, si viajaba los domingos tenía menos tiempo para pasar con mis padres, y más probabilidades de ser apuñalada en una estación de Transmilenio a las 10 de la noche.

En Bogotá viví en varios sitios, en donde una tía, con mi hermano, sola, con mi hermano otra vez, pero nunca ninguno de esos lugares se sintió como un hogar, probablemente tenía que ver con que eran lugares arrendados, en donde no podía ni siquiera poner un clavo. Cada vez que volvía a casa era distinto, el colchón viejo se sentía reparador, el frío profundo me llenaba de valentía para continuar viajando cada fin de semana. Pero, aunque no existiera un lugar en el mundo en el que deseaba más estar, nunca pensé en volver a casa. Jamás imaginé encerrarme en estas paredes nuevamente, en volver a recibir órdenes de mis papás, en tener que levantarme a las 6 de la mañana cada día a desayunar en familia, o volver a someterme a esas exhaustivas rutinas de limpieza en donde reinan los insultos y gritos. En cierta medida me siento culpable, siempre desee pasar tiempo con ellos nuevamente, sentir su amor, acostarnos juntos a ver película, comer a horas todos los días, tener una nevera llena de comida, recibir la bendición todas las noches. Sin embargo, hay momentos en los que desearía estar lejos nuevamente, encerrada en ese pequeño apartaestudio poco iluminado, donde el peso de mi soledad era tan grande que a veces no podía siquiera levantarme de la cama, estar sola mirando  por la ventana a los vecinos subir y bajar por el ascensor. Poder caminar en pelota por toda la casa, sentarme en la sala a mirarme los granos del culo. Pasar días

enteros sin comer nada más que paquetes y agua. No tender la cama en días y poder pisar el suelo lleno de boronas de galletas viejas. No lavar la loza, porque, como no comía nada que la ensuciara, nunca había que lavar. Poder hundirme en mi propia miseria, en esa depresión absurda en donde lo único que me impulsaba a seguir era volver a casa lo antes posible.

Probablemente eso es lo que extraño, extraño extrañarla. Estando lejos el recuerdo de mi casa era el mayor consuelo del mundo. Imaginaba la luz entrando por las ventanas de mi habitación, amarilla y cálida, haciendo todo hermoso. El viento entrando, secando la ropa, haciendo que oliera a rico, no a moho, como lo hacía en el apartaestudio. Recordaba a mis papás sonriendo en el comedor en las mañanas, tomando chocolate caliente con huevo tibio, hablando de la semana, de lo bueno y lo malo. Bañándome con agua caliente, con el jabón de mi mamá que huele tan delicioso. Saliendo al parque con la perra, jugándole hasta que quedara agotada. Todo eso mientras imaginaba lo grandioso que sería no tener que volver el lunes a ese bus oscuro y frío, con un olor a ambientador con chucha y aire acondicionado. Pero ahora que estoy aquí, extraño estar lejos, pues nunca quise volver realmente. En cierta medida, aunque ame la forma en la que se siente recargar energías en casa, esta ya no es mi vida. Mi lugar se encuentra lejos, a tres horas de distancia en un bus, a una hora en Transmilenio y a unos cuantos minutos a pie. Se encuentra en ese lugar turbulento y agitado, donde las caras amables y familiares desaparecían, en esa universidad gigantesca, donde el bullicio era lo suficientemente fuerte para que no pudiera escuchar mis propios pensamientos. Se encuentra con ellos, con los que fueron mi familia lejos, con los que peleaba cada día, con los que, cada cumpleaños lejos de casa, me levantaban el ánimo con un par de cervezas y unas papas fritas. Allí se encuentra mi vida ahora mismo, en ese pasado que parece tan lejano, que la cuarentena me robó sin avisar. Pero ahora estoy aquí, en un cuarto que dicen que es mío, y que aparentemente siempre lo será, así como el de mi hermano o el del Firulais. Aunque, la verdad, este ya no es más mi lugar.

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