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Compañeras de apartamento

Compañeras de apartamento

Por: Magdalena Lewinsky

Reconozco que a veces quise ser como ella y entre pensamientos confundidos y profundas ensoñaciones, alcancé a verme siendo ella. Siempre la miro de reojo, como que no quiero que sienta que le doy mucha importancia, no sé si es porque considero que no está a mi nivel o porque finalmente en nuestra relación de casi siete años, ya no importa quién es quién y por eso no vale la pena jugar a compararnos o llegar a competir sin saber por qué.

Al principio pensaba que lo resuelto de sus ademanes era molesto, lo estruendoso del colorido de su ropa y el volumen desconsiderado de su risa, me terminarían por sacar corriendo a otro lado y que la poca atención que me prestaba, rayaba en la grosería, pero con el tiempo pude ver que era una buena persona, tal vez demasiado desenfadada y ruidosa para mi gusto, un poco desordenada e incluso demasiado suelta, pero una vez descartada la posibilidad de indisponerme por sus formas o maneras, logré entender que ambas podríamos ser, si no amigas, por lo menos buenas compañeras de apartamento, que si el destino nos quiso reunir en este lugar, fue por algo y que de alguna manera ella me cuida y yo debo cuidar de ella y que por eso mismo, no podría sentir celos o sentir el impulso de envidiarla o de hacer algo que la hiciera sentir incómoda o mal, aunque sea cierto, que a ratos me pesa que sus ojos negros sean más expresivos que los míos un poco fríos verde mar o que sea un poco más alta que yo y que pueda llevar el pelo negro como el mío, pero un poco más largo, pero incluso, más allá de las semejanzas o diferencias de nuestra apariencia física, no puedo dejar de pensar que siento un poco de rabia de ver que siempre se ve tan libre, que entra y sale tan tranquila, que toma decisiones y vive tan cómoda, tan suelta.

Antes del confinamiento salía a veces temprano, afanada, abría y cerraba puertas de armario y cajones, ponía a hervir el agua y yo tenía que soportar ese ruidito infame que avisa que ya está caliente, que además se escucha en todo el edificio y que por supuesto, me enferma.

Se levantaba se bañaba, se arreglaba, tomaba café y medio se peinaba, en otras ocasiones, se quedaba tarde en la cama, como robándole el tiempo a la jornada y de pronto se acercaba y me saludaba o muy atenta me contaba sus cosas, como esperando la hora de almorzar, de pasar la tarde, de planear alguna salida con sus amigas o de arreglarse con tacones y vestido para irse a una fiesta y dejarme por fin en paz.

En estos días y desde la orden de guardarse en casa, los días no han sido tan afortunados, aunque no me puedo quejar porque ella trabaja toda la mañana concentrada en su computador, recibe llamadas, atiende reuniones por Zoom y entre cosa y cosa, se entretiene y por fortuna, no molesta o al menos no molesta tanto.

En algunas ocasiones no tan halagüeñas la llama su amiguito, un malandrín que huele delicioso, que casi ni me mira y pocas veces me devuelve el saludo, en otras palabras, un patán, que cuando no estoy de suerte, viene a almorzar con ella. Y tan pronto llega comienzan y repiten la escena ridícula donde se miran en silencio y sonríen cómplices cada uno trabajando desde su computadora, o conversan estupideces que los hacen reír por horas obligándome a perder la concentración en lo que hago, incluso, piden llegan a pedir esos domicilios malolientes que me marean, toman café “envenenado” y pasan felices el rato. Claro, en los peores casos también se encierran en la habitación y tengo que escuchar sus risas, gruñidos, palabrotas, gritos y hasta los ronquidos que preceden al vulgar espectáculo de sus jueguitos adolescentes, para luego, salir con cara de mensos y echarme en cara sin proponérselo, todo lo bueno que la están pasando y yo no, aun en medio del encierro.

Por todo esto es muy difícil convivir así y aunque he tratado estos dos meses de ser paciente, de poner al menos mi mente en blanco y de sopesar que ella no es tan harta y que no sería fácil planear un cambio de casa en estos momentos de confinamiento, no logro tranquilizarme y me pesa mucho este encierro, porque no es viable mudarme ya, ni fácil, ni inteligente, ni nada… Es cierto, a quién quiero engañar, no lo haré de momento, pero entre tanto el malandrín y mi compañera con todas sus arandelas, poco se afanan y no les importa para nada lo aburrida que me tiene su desconsiderada presencia. He escuchado que debo tratar de pensar cosas bonitas, que sirve por ejemplo, revivir en mi mente recuerdos agradables del pasado, incluso trato de sentir que salgo mientras me quedo mirando por la ventana a los vecinos, analizando el paso de los coches, los gritos de los voceadores o el grácil vuelo de cualquier pájaro.

En fin, cuánto más de este encierro que antes de tener que estar con ella era tan plácido. Si yo siempre estuve aquí, porque mis actividades habituales poco tienen que ver con hacer vueltas o salir y parte de mi felicidad dependía de poder manejar desde siempre mi tiempo y mi espacio, pero tenerla en casa todo el día y todos los días con sus carcajadas y el baboso ése, me estresa, me desconcentra, me hace perder el apetito, me pone los pelos de punta y siento que necesito a toda costa, recuperar mi espacio. Se llama pandemia y con ella metida en casa todo el día ya no es tan bueno ser su gato.

7 comentarios en “Compañeras de apartamento

  1. Muy interesante

  2. Que excelente relato, desde la perspectiva de otro ser que también vive la pandemia a su modo. Empatía felina.

    1. Se llama pandemia y con ella metida en casa todo el día ya no es tan bueno ser su gato. (O gata?)

  3. ¡Muy bueno! Los gatos deben estar desesperados con nosotros.

  4. Muy bueno – me gusto, acorde para lo que estamos viviendo, hasta las mascotas se stresan.

  5. Me gusto el ritmo de la historia. El final está fantástico!

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