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Una cita con Gaspar

Una cita con Gaspar

Por: Don Giovanni

Al principio tomé todo el asunto con cierta liviandad. Salí de casa con intenciones de visitar a Gaspar, responsable de tener a raya el carácter indomable de mis rulos con puntualidad británica cada mes durante los últimos veinte años. Marzo agoniza y los últimos estertores del verano me regalan uno de esos días maravillosos que anuncian que el calor pronto será recuerdo. El bar frente a la peluquería es una invitación al incumplimiento. Y cedo, por supuesto.

La empleada conoce bien mi rutina; el café bien cargado y el diario llegan sin necesidad de pedirlos. Ambos seguimos el acuerdo tácito de intercambiar un par de frases de ocasión al momento de acomodar todo en la mesa de la vereda (sería un acto imperdonable desperdiciar una tarde apacible en el encierro). La veo alejarse mientras el aroma del pocillo me invade.

La sección de noticias internacionales canta al unísono las novedades de una Europa asolada por este virus que gana terreno vorazmente hacia occidente. Pienso fugazmente en un par de conocidos que emigraron al Viejo Mundo en búsqueda de un porvenir alejado de las ambivalencias crónicas de esta parte del globo y no puedo evitar que se me estruje el corazón por ellos. Me reprocho a mí mismo la mezquindad de mensurar el dolor en función de mi cercanía con quien lo sufre, como si la muerte no fuera horror suficiente. La crónica habla de poblaciones de riesgo, de dolencias preexistentes y entonces me siento a salvo, ajeno al espanto. Por mera vergüenza paso al suplemento de deportes. Parece que se suspenderán indefinidamente los campeonatos de fútbol y el rally mundial. Abandono la lectura a modo de protesta por mi frivolidad (que la postergación de la Copa me moleste sin dudas lo es). Pienso que debería visitar a mis padres, lo he postergado en un par de ocasiones y a fin de cuentas estoy bastante cerca de su casa. Tal vez mañana, la tarde es demasiado hermosa para pasarla encerrado.

La cena me encuentra solo, como todas las noches desde hace casi seis meses. La separación no ha sido nada fácil y desde entonces mis contactos sociales han sido cada vez más esporádicos. La casa se siente horriblemente sola, prácticamente no hay un rincón que no duela. Demasiadas ausencias.

Rumiando amarguras caigo en cuenta que en la televisión el presidente habla sobre la amenaza de la pandemia (jamás había pensado en la diferencia entre epidemia y pandemia). Aislamiento social preventivo a partir de la medianoche. No debe ser para tanto, después de todo no soy parte de los señalados como los más complicados, acabo de cumplir mis cuarenta y con sus bemoles conservo un estado físico al menos decente (me he impuesto una rutina de caminatas diarias que cumplen la doble función de mantenerme en actividad y de despejar ideas lúgubres). No termino de regodearme en mi autosuficiencia cuando me atraviesa un pensamiento: mi ex esposa trabaja en una de las actividades reputadas como esenciales y por ende, mis hijos comparten el riesgo con ella. Por otra parte mis padres, ya mayores y con un racimo de pequeños achaques sin mayor importancia individual pero que en su conjunto se tornan más preocupantes. Por supuesto, me comunico con ellos. Es increíble lo endeble de las seguridades cuando se enfrentan a un plano más amplio que lo meramente autorreferencial. Habrá que tomarlo con más calma. Y esperar.

Podría decir que la primera quincena no ha sido muy difícil. Aprovecho el tiempo para ponerme al día con esos proyectos abandonados en etapa germinal por obra del ejercicio de autocompasión que suele preceder a un divorcio. Me deshago de camisetas agujereadas y de cientos de objetos inútiles de forzado valor simbólico. Soltar, dice la terapeuta a quien ahora le veo la cara, porque no tendría mayor sentido una videoconferencia para mirar la perspectiva de la pared desnuda que solía observar por cuarenta minutos desde el diván de cuero sintético.

Con mis hijos también hablo todos los días; el mayor, ya adolescente. No puedo menos que agradecer su condescendencia, aunque esta apenas alcance para monosilábicas respuestas. La menor, en cambio me llena la pantalla de besos y repite que extraña las pastas que solía prepararle. También añoro esas cotidianeidades perdidas. Con mis viejos se complica un poco, pero al fin mi madre se las ingenia para mantenerme al tanto de la rutina de sus caniches y entonces el de los monosílabos soy yo. A veces converso con algún amigo. Hoy amaso ravioles.

La segunda quincena me encuentra con la ansiedad en franco ascenso. Algunos de las actividades que me propuse concluir ya habitan cómodamente

en el olvido. Desempolvo la guitarra solo para recordar que ese fue un amor no correspondido. A los viejos idilios no hay que tratar de revivirlos, es mejor que sobrevivan en el recuerdo que reencarnarlos en la decepción.

Las alacenas están vacías y por ende debo aprovisionarme. Las calles están desiertas y aunque el barbijo me sofoque y empañe los anteojos ¡qué bien se siente el aire fresco! Pateo las hojas en la vereda mientras pienso cómo la muerte nos robó el otoño. Paciencia por enésima vez. Esto debe terminar en algún momento.

Han sido tiempos de descubrimientos. Ayer (¿o sería anteayer?) recibí un mensaje de una vieja amiga de épocas más felices. Ni siquiera hablamos demasiado tiempo, pero reencontrarme con esa voz de mi juventud me recuerda que la amistad no siempre requiere de la frecuencia para mantenerse viva. Ya van dos meses de comidas para uno solo, de una cama inmensa y de una casa que extraña el bullicio de antaño. Jamás había pasado tanto tiempo sin el roce con otras personas y sin embargo, nunca me sentí tan cerca de aquellos que más quiero.

Cada llamada, cada mensaje tiene el poder de diluir las distancias. Tanto tiempo de ausencia en sociedad y tuvo que llegar el espanto para descubrir el valor de los afectos. La curiosa naturaleza humana que a veces necesita sentir la inminencia del abismo para entender que no existen éxitos, triunfos ni bienestares que merezcan ser perseguidos si al final del día no hay con quien compartirlos.

Pronto serán noventa días. Casi no me reconozco en aquel que al final del verano chapoteaba en amarguras. Claro que habrá consecuencias; desde luego que la reconstrucción llevará tiempo y sudor, pero no me cabe dudas que nos encontrará un poco mejores.

Y llegará el día en el que la dulce sonrisa de mi hija no será la imagen de una pantalla, la cocina de mis padres volverá a trasportarme a la infancia en cada aroma y la alegría sin tapujos de los amigos que nunca se fueron volverá a llenarme el alma. Estoy seguro que el perfume del café en mi mesa de la vereda estará ahí esperándome, con el diario y la sonrisa de la moza de siempre. Y esta vez no postergaré el corte de pelo. Te lo prometo Gaspar.

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