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Conjuros

Conjuros

Por: Pipeperrea

Don Ignacio no contesta.

Mañana se puede volver a abrir. ¿Estará bien? Hablamos hace dos semanas, me dijo que estaba aburrido, que sobrevivía con el medio sueldo que le pude enviar por el mes sin trabajo. Ya lo he llamado tres veces en el día. Mejor lo dejo tranquilo. Lo llamo mañana.

Amaneció haciendo un día increíble. El sol se cuela por mis cortinas dejando en mi habitación una niebla de luz tímida. Me alegra, la estaba esperando. Al subir la pantalla el calor me pega directo en la piel, en los ojos, en mi melena despelucada y entra tan potente que todo brilla dentro de mi cabeza. ¿Me mareo? No importa, es sol y lo extrañaba. Me cambio, una sudadera casi nueva que no usaba nunca porque antes casi nunca hacía ejercicio. O mejor, todo el ejercicio lo hacía bailando. Me desconozco al admitirlo pero creo que necesitaba hacer una pausa a tanta fiesta, me siento mejor en las mañanas, me duele menos la espalda y me despierto más temprano. También de tomar tanto. En la casa es aburrido sin amigos.

Un tapabocas y gafas de sol, el collar de mi perro y salimos. Luego me ocupo del almuerzo.

Mi cara se sentía caliente y mi nariz colorada me daba risa en el espejo, pasé tanto tiempo bajo el sol que el día se acabó y ni me di cuenta que me había quemado.

Abro mi celular y encuentro un mensaje de mi mamá. Que si había empezado a trabajar. Que cómo estaba Don Ignacio. Lo había olvidado por completo. No lo llamé y ya era muy tarde para hacerlo. Será mañana.

Una semana después del día soleado Don Ignacio seguía sin contestar. Me preocupé. Fui al taller, quise abrirlo, quise volver a escuchar la sierra y los taladros. Que volara aserrín por todos los lugares y perfilara la luz que entraba por los pequeños agujeros de las tejas. Que hiciera visibles esos rayos de tarde que transformaban mi taller en un arrecife de coral con olor a cerezo y cedro. Pero no estaba él. Don Ignacio. El elfo de la madera como le gustaba llamarse. Nunca había visto a alguien que me entendiera de tal forma. Manejaba la madera como si me

leyera la mente. Sus manos eran como extensiones precisas de mi imaginación, amplias y experimentadas, sabían medir sin necesidad de medir, trazaba las líneas tan rectas que nunca lo vi utilizar una regla. Temía por ellas. Las cuchillas siempre pasaban tan cerca a sus dedos pero nunca los tocaban, se tenían un respeto que solo los años podían comprender. No sabía mucho de él y eso me preocupaba más. Que venía de San Juan, en el golfo, cerca a la frontera, no tenía familia ni nadie cercano. Pasaba más tiempo en mi taller que en el cuarto de la pensión donde vivía. No le gustaba hablar de su pasado, ni de su pueblo, solo le interesaba la madera.

Me contó que había aprendido a trabajar cortando madera de manglar y luego de una finca, no pregunté más.

Abrí su locker, el overol polvoriento cubría su morral. Recordé que el día que decidí cerrar él me dijo que lo dejaba acá para no cargar. No creo que entendiera que íbamos a pasar meses sin volver. Yo tampoco lo entendía. Nos dimos la mano, igual que la primera vez que nos conocimos. Después de cinco intentos de encontrar un carpintero que pudiera entender mis diseños, apareció él diciendo que había leído el letrero en la puerta, que tenía experiencia pero no recomendaciones. En una tarde

logró hacer una biblioteca de la que solo tenía un boceto. Estreché su mano con tanta alegría que no reparé hasta mucho después en todos los misterios de su

mirada colmada de abandono. En nuestra despedida, en cambio, lo pude mirar bien, sabía que iba a ser más duro para él no poder regresar a éste taller. Lo adoraba, nunca se quería ir. Me pedía los pedazos de madera que sobraba para hacerse cosas. Entre ellas una cama sencilla que le tomó una semana. Se divertía, empezó a sonreír más y a hablar con confianza, también noté que en sus muy cortos y espesos crespos las canas se asomaban diminutas. Pasábamos las tardes viendo videos de carpinteros en la oficina, de ahí le vino la idea de llamarse el elfo de la

madera. A veces lo acompañaba por materiales y me di cuenta que no era un chiste. Tenía una comunicación, un entendimiento especial, místico con los pedazos de árbol cortado. Los sabía mirar y sobretodo tocar. Sus manos hablaban el

lenguaje de los árboles, ese recuerdo me llenó de miedo de no volverlo a ver. Abrí su morral para ver si podía encontrar algo para comunicarme. El cargador de su celular, ¿sería por eso que no hemos podido hablar? También había una libreta, se veía vieja y con las puntas onduladas por el agua. La curiosidad me dominó. Pensé que podría encontrar un teléfono o algo. Una fotografía familiar, desteñida y con un plastificado que rogaba por romperse llevándose los colores y las formas.

Don Ignacio sonreía, era joven, casi de mi edad, estaba con los ojos cerrados. Una señora a su lado sostenía a un niño de los hombros. En sillas plásticas una pareja de ancianos. Era su familia. Era su casa. En la libreta nada de números o contactos. Solo unas líneas escritas.

Escucho el agua en mi sueños, es el sonido de mi hogar,

siento el viento, antes de despertarme.

El aire huele a plátano y a machimbre

mira las nubes, son más blancas que tu sonrisa…

Ojalá los recuerdos fueran el futuro

ojalá me hubiera muerto de hambre y la tierra me hubiera comido

¿así me podrías perdonar?

la música del bosque me decía que nunca debí cortarlo lo hacía para el techo, para la gotera

para que el pelao pudiera irse.

Mi negra, tenías razón

si graniza en la selva el tiempo se detiene los árboles de choibá que mi padre cortó no volvieron a nacer…

La teca del aserrío se los llevó y con ellos a ti, a todos.

Mis manos están malditas

el viejo les enseñó los conjuros

pero no son capaces de sentir el peligro ahora solo sienten las fisuras invisibles de un futuro que no quiero.

Acá no hay nubes… ni sonrisas.

Terminaba con una fecha tachada. Busqué el pueblo de su nacimiento y la fecha que había escrito. Una masacre sin resolver. El estremecimiento que tuve después de leer no se me quitó hasta una semana después, cuando me llamaron del hospital para comunicarme la muerte de Don Ignacio. Era su único contacto. Un día me pellizqué con una tabla y mientras me curaba me preguntó mi edad. Sonrió cuando le contesté. Me dijo que mi papá debería estar orgulloso de tener una hija tan trabajadora. Le respondí que no tenía papá.

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